Por Ernesto Ortiz
A menudo escuchamos la palabra “salud” a la hora de describir, más bien, procesos de enfermedad o conflicto. Alguien está “mal de salud” o “no goza de buena salud” cuando hay algún proceso viral, bacteriano o infeccioso o cuando algún factor anecdótico ha afectado su estado de ánimo. Sin embargo, pocas veces entendemos esa palabra como una suerte de meta u objetivo. Establecemos, desde muy temprano, que ser o estar saludables es sencillamente no estar enfermos o, en algunos casos, no evidenciar enfermedad y la salud, por ende, es como un estado neutro que a veces se interrumpe.
«La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Así define la OMS la salud y, a su vez, define la enfermedad como aquel proceso que altera el bienestar. De esta forma, podemos entender la salud como aquel estado subjetivo de satisfacción y balance con respecto a las distintas áreas de nuestra vida y de nuestra persona. Un estado de completo bienestar. Así, estar bien física, mental y socialmente es también estar bien en las distintas esferas en las que nos encontramos como la laboral, la social, la académica y la esfera privada. Ahora bien, ¿por qué agregar la palabra subjetivo para definir ese estado? Porque, a menudo, encontramos que la satisfacción de cada persona reside en un balance distinto. Para una persona, por ejemplo, aquel estado de balance puede hallarse en una vida dedicada a su trabajo y con otras prioridades que le sigan, pero para otra persona su trabajo puede no ser más que una herramienta que le permita obtener ese balance, esa satisfacción en otras áreas de su vida a las que les otorga mayor prioridad, como la social y su vida privada (familia, pareja, etc.).
Conseguir ese balance no necesariamente es sencillo, más aún cuando socialmente se tiende a definir a una persona en base a lo que consume y a lo que produce. Existe, digamos, una presión constante por la competitividad laboral y por el estatus, y el esfuerzo tanto mental como físico que requieren ambos muy fácilmente pueden mermar nuestro bienestar. ¿Estoy contento/satisfecho con el actual balance que tiene mi vida? ¿A qué aspecto de mi vida me gustaría dedicarle más tiempo y de dónde podría conseguir el tiempo para hacerlo sin desligarme de mis responsabilidades? ¿A qué aspecto de mi vida me gustaría, si fuese posible, dedicarle un poco menos de tiempo? ¿Hay responsabilidades que no estoy cumpliendo porque otras no me lo permiten? Estas son preguntas importantes que debemos de hacernos cada cierto tiempo para ubicarnos en un esquema de salud y proponernos alcanzar aquel estado de completo bienestar que lo define. Es fundamental, además, reconocer que a veces gozamos de poco tiempo porque algunas actividades que realizamos tienen como propósito palear el efecto de otras. Así, apilamos a veces temas como el gimnasio, el yoga, el pilates, el salir a correr, hacernos masajes, entre otros, no por lo que estas actividades nos brindan por sí mismas sino porque anestesian -de alguna manera- el estrés que nos producen otros aspectos de nuestras vidas, o porque nos estimulan para seguir rindiendo en un ritmo ya de por sí complicado. Por esto, es importante también diseñar una suerte de encuadre: parámetros ideales bajo los cuales nos gustaría vivir en donde cada aspecto de nuestra vida ocupe un área que nos genere satisfacción y que no sobrepase los límites que alteran nuestro bienestar. Es verdad, no siempre podremos aplicarlos a la vida diaria, pero tendremos, al menos, una suerte de guía, un objetivo muy claro de a dónde queremos llegar y qué esferas de nuestra cotidianidad requieren de alguna eventual modificación para sentirnos bien con nosotros mismos y con cómo transitamos nuestra vida.
Realizar estos ejercicios nos ubicarán ya en un mayor espectro de salud que nos permita no avanzar en ese estado neutro o de piloto automático sino cuestionarnos a nosotros mismos y a nuestro quehacer para, poco a poco, alcanzar uno de nuestros mayores objetivos: estar bien.