Aunque para muchos la respuesta sea afirmativa, no son pocos quienes plantean que el racismo en el Perú es una creencia cada vez menos extendida. Los partidarios de esta posición arguyen que fenómenos socioculturales como las migraciones del campo a la ciudad y el mestizaje han contribuido a erradicar esta práctica discriminatoria al posibilitar que todas las razas existentes en nuestro país – blanca, india, mestiza, negra, asiática, entre otras – convivan juntas y compartan espacios comunes. Asimismo, sostienen que desde hace muchos años el racismo ha perdido su condición de doctrina científica en tanto la idea de una presunta desigualdad natural entre los seres humanos no tiene un respaldo biológico. A ello añaden lo suscrito por nuestro ordenamiento jurídico, en el cual todos los ciudadanos peruanos somos iguales ante la ley.
Ante este panorama, ¿es posible hablar de racismo entonces? La diferenciación a partir de la raza ciertamente existe, pero parece haber salido del discurso público para atrincherarse en el fuero privado. Se filtra, casi de manera imperceptible, en nuestra interacción social cotidiana y se ampara en la sutileza del lenguaje al momento de representarnos a ese “otro” con el que nos vinculamos. Desde niños, a través de las relaciones con nuestra familia y amigos, así como de lo que vemos en la calle y los medios de comunicación (los periódicos, las revistas, la televisión), aprendemos que los rasgos físicos constituyen “marcadores” de distinción social, pues asociamos, casi de forma automática, una determinada apariencia a una clase social y características de personalidad específicas.
Aunque, sin duda, existen manifestaciones racistas abiertamente explícitas – sobre todo en momentos de ira o impotencia – en la mayoría de los casos éstas se expresan de forma camuflada. Dado que no existe un cuerpo teórico que lo respalde desde hace muchos años, el racismo es preeminentemente implícito, es decir, se infiere a partir de la forma en la que categorizamos y posicionamos tanto al otro como a nosotros mismos. Por lo tanto, se encuentra reprimido, fuera de nuestra conciencia, y por ello muchas veces no nos atrevemos a verbalizar estas diferencias.
En el Perú, clasificar, contrastar y valorar puede resultar sumamente conflictivo. De alguna manera, podemos decir que estamos ubicados en términos de un continuo en el cual ser blanco – es decir, poseer un color de piel, de ojos y de cabello así como una estatura y rasgos faciales determinados – generalmente está vinculado a una alta posición económica y una buena educación; por el contrario, la distancia con respecto a este “modelo ideal” suele estar asociada a la pobreza y la ignorancia. No obstante, es necesario hacer hincapié en que uno puede percibirse o ser visto como más o menos blanco que otro dependiendo de los rasgos físicos de la persona con la que uno se compare, con lo cual la posición que cada uno ocupa dentro del continuo es variable y dinámica.
Como resultado de estas clasificaciones, un sinnúmero de sentimientos se movilizan, muchos de los cuales son abiertamente contradictorios. Así, si bien para muchos el ser visto como alguien con rasgos indígenas o afroperuanos puede ser motivo de orgullo y de reafirmación, para algunas personas puede resultar doloroso en tanto pueden desmerecerse o desestimarse. Paralelamente, identificar al otro como más blanco también puede tener a la base sentimientos encontrados, de admiración pero también de odio y ganas de agredir a quien tiene algo que uno no posee. Por otro lado, concebirse o definirse como más blanco que otros puede suscitar culpa en algunas personas en tanto implica situarse bajo un status de favorecido en relación a los demás; inclusive, este sentimiento de culpa puede alternar o coexistir con la presión constante de mantener fuera cualquier signo que ponga en riesgo esta posición.
En resumen, el racismo está fuera del discurso oficial pero dentro de la vida social de todos los peruanos. Si bien no cuenta con el respaldo teórico del que contaba hace muchos años, las actitudes racistas en nuestro país aún están lejos de desaparecer pues se pueden apreciar en el contacto diario, a partir de las categorías implícitas en las que nos movemos. Así, las diferencias raciales se naturalizan y se admiten sin mayor cuestionamiento, por lo que el racismo se torna más difícil de combatirse. Crecemos aprendiendo a ocultar estas diferencias raciales, a callarnos y, por tanto, la cuestión permanece hermética, con pocas posibilidades de cambiarse.
Analizar la problemática del racismo indudablemente supone una tarea con múltiples aristas. Sin embargo, sea cual fuere el enfoque a establecerse, es importante tener en cuenta que reprimir este asunto no parece ser la alternativa más saludable. Mantenerse ciegos ante el tema, evitando hablarlo, sólo contribuye a la permanencia de un status quo en el que algunos se sienten con prerrogativas y “beneficios” naturales que otros no pueden poseer. Sin duda, hablar del tema puede resultar doloroso, porque implica conectarnos con sentimientos negativos tales como la culpa por menospreciar a otros, la vergüenza de sentirse menos, la rabia y la impotencia de no poder modificar este orden injusto. Sin embargo, el cambio pasa por revalorar al otro de una manera más humana, a partir de sus virtudes y cualidades y no por rasgos físicos, para lo cual se requiere de diálogo. Cabe recordar que el diálogo, en su definición más simple, es una conversación entre dos o mas personas que exponen sus ideas, comentarios y sentimientos de manera alternada; es decir, presupone el intercambio constante de los roles de quien habla y quien escucha. Sólo de esta forma, se sientan las bases para un reconocimiento genuino del otro, de ese otro considerado diferente desde que somos pequeños, a través de la empatía y la comprensión.