Por Cyndi Valderrama Li
A los psicólogos clínicos nos entusiasma estudiar sobre la personalidad, la psicopatología, las intervenciones terapéuticas; en general nos provoca involucrarnos con temas que nos ayude a pensar y comprender a la persona (paciente) de manera individual. Por otro lado, la comunidad nos identifica como aquel profesional sentado frente al paciente, mirando y evaluando sus movimientos, escuchando atentamente e interviniendo cuando considera necesario; como alguien que desde su sillón tiene algo que decir sobre lo bueno y lo malo. Pero el solo hecho de que la sociedad suponga que desde un sillón se puede construir una opinión respecto al otro o al entorno, implica una visión recortada de nuestra tarea. No obstante, me pregunto, si es que acaso esa es nuestra única labor y, si eso es lo que se cree, valdría la pena tomarnos un espacio para reflexionar si ¿hemos sido los mismos clínicos quienes contribuimos a formar ese estereotipo?
Es muy probable que en la universidad muchos de los que elegimos esta carrera nos hayamos involucrado en actividades de intervención comunitaria como los voluntariados, pero, conforme agarramos mayor cancha en el mundo laboral, atendiendo pacientes, insertándonos en una institución, llevando alguna formación o un curso de actualización, nos fuimos enfocando en el trabajo en el consultorio, en el uno a uno. El consultorio puede convertirse en una fuente inagotable de aprendizaje, no solo en relación a las dificultades que traen los pacientes, sino también porque nos reta constantemente a sensibilizarnos con el sufrimiento de quien tenemos al frente y a hacernos responsables de nuestras intervenciones. Sin embargo, la persona que nos consulta no solo carga con su propia subjetividad, sino que también se encuentra atravesado por la realidad nacional e histórica (conflicto armado interno, la migración venezolana, la pandemia, la crisis política, la violencia de género, etc.), y sus consecuencias (inseguridad ciudadana, racismo, clasismo, desconfianza en las instituciones del estado, consumismo e inmediatez etc.)
En ese sentido, ¿es parte de nuestra responsabilidad salir de las cuatro paredes del consultorio para involucrarnos con aquello que pasa afuera? ¿Acaso paciente y psicólogo no formamos parte de la misma sociedad?
En un país como el Perú, que continuamente marcha entre turbulencias sociales, económicas, políticas y culturales en general, es de esperar que por salud mental evitemos informarnos y reflexionar sobre lo que acontece. En muchos momentos, tomar distancia de estas problemáticas implica un acto de cuidado, pues hay batallas a las cuales no podemos enfrentarnos y sobrepasan nuestra labor. Sin embargo, permanecer ajenos a nuestra realidad, podemos considerarlo como un acto peligroso pues corremos el riesgo de desensibilizarnos, de tener una mirada incompleta o poco clara hacia las dificultades que rodean a nuestro entorno, y, por lo tanto, a quedarnos sin herramientas para comprender aquellos afectos que compartimos como ciudadanos.
Como profesionales de la salud mental, que abogamos con acciones transformadoras en el campo individual, también debemos contemplar esa necesidad en el campo social; y en ese sentido, la responsabilidad social es un principio indesligable de nuestro quehacer clínico. Ser socialmente responsable implica tomar conciencia de que como seres humanos tenemos un compromiso, una obligación y un deber para con otros miembros de la sociedad. Es decir, que nuestros actos pueden traer beneficios o consecuencias a los otros y que nos va a tocar hacernos cargo de ello. Desde ese lugar, nos corresponde involucrarnos de alguna medida con nuestro contexto, ya sea estando informados o reflexionando sobre situaciones de violencia que han quedado impunes en nuestro país, y cómo estas pueden generar rabia y confusión en nuestros pacientes e incluso en nosotros mismos.
Es importante aclarar que nuestra labor clínica no pasa por sentarnos a debatir con nuestros pacientes sobre los hechos nacionales, pero sí es fundamental hacer el ejercicio de reflexionar e intentar formar una opinión no para transmitirla, sino para orientar nuestro trabajo hacia el bienestar del ser humano en sociedad. Además, el paciente necesita encontrar a un otro capaz de conectar con su indignación, tristeza, sensación de injusticia; con otro ciudadano que, como él, también es partícipe de una realidad, aunque cada uno lo viva de maneras muy particulares.
Finalmente, es sustancial que el psicólogo clínico comparta espacios grupales dónde se promueva el intercambio de ideas, el sentido de comunidad y se refuerce el soporte social; estas actividades también son maneras de poner en práctica nuestra responsabilidad y compromiso social.