Por Alvaro Silva
“Si no eres mía no serás de nadie”. Las últimas palabras que escuchó la joven Eyvi. De acuerdo con las cifras presentadas por el INEI, entre el 2011 y el 2018 se registraron 836 casos de feminicidio. Solo en el 2017, fueron asesinadas 116 mujeres y en el primer semestre del presente año, ya se contaban 56 mujeres víctimas de asesinato en el contexto de feminicidio.
Si el feminicidio es planteado como el homicidio por la condición de ser mujer. Resulta pertinente plantearse la pregunta ¿por qué las mujeres despiertan odio a tal punto de ser asesinadas?
Históricamente las mujeres han sido ubicadas en la estructura social patriarcal y machista por debajo de los hombres. Sometidas pasivamente al dominio de los “hombres poderosos y potentes”, se convertían en una posesión del hombre, avocada a la obediencia y complacencia. De esta forma, eran despojadas de autonomía, deseos y oportunidades. Socialmente esto quedaba oculto bajo el disfraz del “amor”. Una buena esposa, madre o ama de casa debía cumplir con determinadas responsabilidades como muestra de su amor, mientras que el hombre proveedor, aseguraba su control sobre ella asumiendo el rol de proveedor y protector. Así en la unión matrimonial se consolidaban las identidades masculinas y femeninas, moldeadas por los determinantes sociales. Los hombres aprendían que debían ser dominantes, intimidantes y competitivos, mientas que las mujeres sumisas y sensibles a las necesidades.

Todos, tanto hombres como mujeres tenemos un lado femenino, por el cual experimentamos los deseos de ser amados, cuidados y sostenidos. Sin embargo, la sociedad, comenzando desde el propio hogar, promueve un repudio a la feminidad en los hombres. Ser masculino es visto como no encontrarse en una posición de pasividad, ya que esta es vivenciada como debilidad. Este repudio, sin embargo, no anula mágicamente los aspectos femeninos, estos siguen presentes, solo que se libra una lucha contra ellos para mantenerlos a raya. No solo se repudia los propios sentimientos, sino también lo externo que remite a lo propio, se denigra a las mujeres. La sociedad establece el mandato que para hacerse hombre hay que dejar de lado lo infantil y ser fuerte, potente y exitoso. Los pequeños criados en hogares machistas crecen y se convierten en hombres dependientes, engreídos y violentos y exigentes, mientras que las niñas asumen su devaluación por la condición de ser mujeres.
En los últimos años las brechas y diferencias en oportunidades han disminuido. Las mujeres han ganado mayor independencia sobre ellas mismas y sus decisiones, siendo libres de seguir sus propios deseos sin ser sometidas a los deseos del hombre. Hemos pasado de Blancanieves y La Bella Durmiente esperando a su príncipe azul salvador a las luchadoras y empoderadas Merida y Moana.
Esto resulta amenazante para los hombres, ya que el aumento de confianza, independencia y autoafirmación de la mujer despoja al hombre de su posición de poder. Los valores masculinos que constantemente debe reafirmar para asegurar su identidad corren peligro, ya que no tiene sobre quien demostrar su poder y potencia, ya no hay quien se someta, obedezca y complazca. Esto los conecta con sus propios aspectos dependientes negados, que amenazan la virilidad. Este desborde por la incapacidad de sostenerse dentro de los valores “masculino” que esta tan arraigado en la mentalidad machista primitiva, no permite aceptar el empoderamiento e independencia de las mujeres. “Si no eres mía, no serás de nadie”.

Nuestra sociedad peruana, aún tiene estos valores machistas arcaicos muy presentes y los casos de feminicidio y la impunidad que va de la mano lo demuestran. Es tarea de todos y cada uno de nosotros, cambiar el “chip” para poder cambiar esta mirada y poder eliminar esta violencia injusta, para promover una convivencia equitativa y en paz.